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chas razones para considerarse feliz. Lord Galloway,
que era todo un caballero, le había presentado la ex-
cusa más formal, lady Margaret era algo más que una
verdadera dama: una mujer, y tal vez le había presen-
tado algo mejor que una excusa cuando anduvieron
paseando antes del almuerzo por entre los macizos
de flores. Todos se sentían más animados y huma-
nos, porque, aunque subsistía el enigma del muerto,
el peso de la sospecha no caía ya sobre ninguno de
ellos, y había huido hacia París sobre el dorso de aquel
millonario extranjero a quien conocían apenas. El dia-
blo había sido desterrado de casa: él mismo se había
desterrado.
Con todo, el enigma continuaba, O Brien y el doc-
tor Simon se sentaron en un banco del jardín, y este
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interesante personaje científico se puso a resumir los
términos del problema. Pero no logró hacer hablar
mucho a O Brien, cuyos pensamientos iban hacia más
felices regiones.
No puedo decir que me interese mucho el pro-
blema dijo francamente el irlandés , sobre todo
ahora que aparece muy claro. Es de suponer que
Brayne odiaba a ese desconocido por alguna razón: lo
atrajo al jardín, y lo mató con mi sable. Después huyó
a la ciudad, y por el camino arrojó el arma. Iván me
dijo que el muerto tenía en uno de los bolsillos un
dólar yanqui: luego era un paisano de Brayne, y esto
parece explicar mejor las cosas. Yo no veo en todo
ello la menor complicación.
Pues hay cinco complicaciones colosales dijo el
doctor tranquilamente , metidas la una dentro de la
otra como cinco murallas. Entiéndame usted bien: yo
no dudo de que Brayne sea el autor del crimen, y me
parece que su fuga es bastante prueba. Pero, ¿cómo lo
hizo? He aquí la primera dificultad: ¿cómo puede un
hombre matar a otro con un sable tan pesado como
éste, cuando le es mucho más fácil emplear una nava-
ja de bolsillo y volvérsela a guardar después? Segun-
da dificultad: ¿por qué no se oyó un grito ni el menor
ruido? ¿Puede un hombre dejar de hacer alguna de-
mostración cuando ve adelantarse a otro hombre blan-
diendo un sable? Tercera dificultad: toda la noche ha
estado guardando la puerta un criado; ni una rata pue-
de haberse colado de la calle al jardín de Valentin.
¿Cómo pudo entrar este individuo? Cuarta dificultad:
¿cómo pudo Brayne escaparse del jardín?
¿Y quinta? dijo Neil fijando los ojos en el sa-
cerdote inglés, que se acercaba a pasos lentos.
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Tal vez sea una bagatela dijo el doctor , pero
a mí me parece una cosa muy rara: al ver por primera
vez aquella cabeza cortada, supuse desde luego que
el asesino había descargado más de un golpe. Y al
examinarla más de cerca, descubrí muchos golpes en
la parte cortada; es decir, golpes que fueron dados
cuando ya la cabeza había sido separada del tronco.
¿Odiaba Brayne en tal grado a su enemigo para estar
macheteando su cuerpo una y otra vez a la luz de la
luna?
¡Qué horrible! dijo O Brien estremeciéndose.
A estas palabras, ya el pequeño padre Brown se
les había acercado, y con su habitual timidez espera-
ba a que acabaran de hablar.
Al fin, dijo con embarazo:
Siento interrumpir a ustedes. Me mandan a co-
municar a ustedes las nuevas.
¿Nuevas? repitió Simon, mirándole muy extra-
ñado a través de sus gafas.
Sí; lo siento dijo con dulzura el padre
Brown . Sabrán ustedes que ha habido otro asesi-
nato.
Los dos se levantaron de un salto, desconcertados.
Y lo que todavía es más raro continuó el sa-
cerdote, contemplando con sus torpes ojos los rodo-
dendros ; el nuevo asesinato pertenece a la misma
desagradable especie del anterior: es otra decapita-
ción. Encontraron la segunda cabeza sangrando en el
río, a pocas yardas del camino que Brayne debió to-
mar para París. De modo que suponen que éste...
¡Cielos! exclamó O Brien . ¿Será Brayne un
monomaníaco?
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Es que también hay «vendettas» americanas
dijo el sacerdote, impasible. Y añadió : Se desea
que vengan ustedes a la biblioteca a verlo.
El comandante O Brien siguió a los otros hacia el
sitio de la averiguación, sintiéndose decididamente
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