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En efecto, un día, en la cocina, afirmó que probablemente los homicidios habían sido cometidos por orden
de alguien y que se veía con claridad que el agresor no odiaba a las víctimas. Nos contó una historia poco
creíble, planteando la hipótesis de que fueran los sarracenos los que habían encargado los asesinatos para
vengarse de las incursiones cristianas; nada más extravagante, pero su observación nos impresionó
muchísimo y nos iluminó. A través de estos crímenes tan ostentosos se quería atacar a alguien... A alguien
muy... muy... muy arriba.
El Embajador se interrumpió, pues le pareció inútil y poco conveniente decir quién era el personaje al
que se quería hacer daño. Trotti estaba seguro de que el señor duque Ludovico intuía ya lo que había tras
aquellas muertes, sólo aparentemente, sin sentido. Hubo un largo silencio durante el cual el señor Duque
parecía buscar en su mente las últimas tramas que le faltaban a aquel pérfido tejido. Al fin habló:
-Bien sé quién ha urdido esta monstruosa conjura y por qué.
En ese momento llamaron a la puerta y un oficial de los arqueros entró titubeante, deshaciéndose en
inclinaciones. Se acercó a Caiazzo y le entregó algo que parecía una misiva.
-Excelencia, la hemos encontrado escondida entre las cosas del legado de Venecia y de su amante. Los
dos han huido con caballos que habían preparado en caso de necesidad, pero no han tenido tiempo de
recoger su equipaje. Los escuadrones de arqueros más veloces se han lanzado en su persecución, en todas
las direcciones probables para alguien que quisiera refugiarse más allá de la frontera, pero la noche ha
sido oscura y la nevisca ha jugado en favor de los fugitivos. Con la oscuridad, las torres de señalización
han encendido el fuego de alerta y, temiendo que la nieve impidiera recibir los mensajes, hemos
transmitido las señales también con toques de culebrina. Por desgracia, de momento no tenemos ningún
rastro de los asesinos. Me temo que a esta hora ya habrán cruzado los confines del Ducado de Lombardía.
Calló y, ante una señal del conde, salió reculando e inclinándose varias veces. El Moro hizo una señal a
Caiazzo de que diera lectura al pliego. En el silencio más profundo Sanseverino empezó:
-«Ilustrísimo Señor mío meritísimo, Secretario del Consejo de los Diez de la Serenísima República de
Venecia.
»Ex Derthona, XXV januarii 1489 hora I noctis
»Mi hermana Armida y yo ya estamos próximos al cumplimiento de las empresas que Vuestras
Excelencias nos han ordenado...»
-¡Entonces -comentó en voz baja micer Jacopo-, la mujer no era su amante! Nos engañó a todos. Y
tampoco era una circasiana... -Y para sus adentros añadió: Ya sospechábamos que era una dama véneta,
no una aldeana del Cáucaso. Ahora entiendo por qué el Legado permanecía tan indiferente a-sus
continuos coqueteos...
Caiazzo continuaba la lectura:
-«Con la ayuda de la buena suerte ad oras pondremos término etiamdio al destino del caballero Stampa
y del conde de Pusterla. Luego con el envenenamiento del señor duque Gian Galeazzo no haremos más
que mantener la calma hasta Milán, para después alejarnos a toda prisa de la ciudad, puesto que tenemos
la sensación de que los hombres del antedicho señor Duque han encontrado ya alguna señal de
culpabilidad. Ahora, al término de tan peligroso viaje, nuestro deseo de volver de inmediato a nuestra
patria podría ser considerado sumamente legítimo, después de tan larga ausencia y de semejante
exculpación.
»En estos últimos días sentimos que también otros nos vigilan. Si estuviéramos seguros de que
sospechan de nosotros nos daríamos a la fuga enseguida. Es con desesperada aflicción que me apresto a
concluir esta cadena de acciones que nos han transformado, a mi hermana y a mí, en infames asesinos. La
única esperanza que nos ha dado fuerzas y valor, ayudándonos a soportar hasta ahora la infamia, es que
una vez cumplido el designio, vos dejaréis en libertad, como habéis prometido, a nuestros seres queridos,
injustamente encerrados en las cárceles venecianas. Nos auguramos que, después de estas malditas
vicisitudes, el antedicho Consejo de los Diez quiera olvidarse de nosotros y considerar estos horrendos
episodios de sangre como nunca ocurridos o como llevados a término por otros.
»Cuando Su Señoría el Secretario, vuestro predecesor, en los primeros días del pasado mes de
septiembre, me convocó desde mi misión en Borgoña, por orden de los antedichos Ilustrísimos Diez, no
podía imaginar que mi honrada República me constreñiría en los cepos de una cadena de crímenes tan
espantosos a cambio de lo que sencillamente era debido. Como mi padre y mis hermanos, Giacomo y
Andrea, siempre han sostenido, honesta y valientemente, su participación en la conjura paduana de Nicolò
de Lazzara nunca ha existido. Delatores pagados con treinta denarios y falsos testigos, Dios no lo quiera,
para salvar a otros han arrastrado a aquellas pobres gentes honestas hasta Torricella, donde, a pesar de los
tormentos, nunca han confesado. Querían oír, de sus bocas desgarradas, que habían estado entre los
traidores paduanos que, al no saber adaptarse al dominio de la Serenísima a la que consideraban cruel,
habían tramado contra ella. No podían confesarlo porque eran y son totalmente inocentes. No, aunque de
origen paduano, desde hace doscientos años mi familia siempre ha servido fielmente a la República.
»Y es con este espíritu que he doblegado mi ánimo a las acciones criminales demandadas por vosotros [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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