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Apenas nos hemos podido salvar nosotros mismos.
-Sí, sí, el fuego no se anda con bromas.
Mi madre se arrimó al hombro de mi abuela y le
cuchicheó algo al oído; la anciana entornó los ojos,
como si la deslum-brara una claridad repentina. El
humor de todos era cada vez mas sombro.
De pronto, mi abuelo dijo en voz muy alta, llena
de ironía, pero calmosa en extremo:
-Pues yo he oído decir, mi respetable Yevguenü
Vasilie-vich, que no ha habido tal fuego, sino que te
lo has jugado todo en el tapete verde. Después de
estas palabras, reinó en el cuarto un silencio
sepulcral, y sólo se oyó el zumbido del samovar y el
golear de la lluvia en los cristales. Finalmente, tomó
la palabra mi madre:
-Papá
-¿Qué papá? -exclamó mi abuelo lleno de ira-.
¿Qué más hay que hablar? ¿No te he dicho que a los
treinta años no se casa una mujer con un mozo de
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veinte? Ahí tienes a tu guapo mancebo, al noble...
¡Ja, ja! ¿Qué dices ahora, qué dices, hijita mía?
Los cuatro empezaron a chillar, y el que más
chillaba era mi padrastro. Yo salí al zaguán, y rígido
de estupor me senté en un montón de leña; mi
madre parecía cambiada, parecía otra mujer, distinta
de la de antes. En el cuarto no me había chocado
tanto la diferencia, pero allí en la penumbra, volvía a
mi memoria, claramente, su imagen de otro tiempo.
Vuelvo a verme en Sormovo, en una casa
completamente nueva; las paredes no tenían aún
papeles y las rendijas que quedaban entre las tablas
del suelo estaban rellenas con cáñamo, en el que
pululaban innumerables cucarachas. Mi madre y mi
padrastro llevaban dos cuartos exteriores y yo vivía
con mi abuela, en la cocina, cuya ventana daba al
tejado. Al otro lado de las techumbres se alzaban las
chimeneas de la fábrica como negros dedos de una
mano gigantesca que señalara al cielo. Vomitaban un
humo denso y apelotonado, que el frío viento
esparcía por todo el pueblo; en nuestros cuartos
había siempre fuerte olor a fuego.
Por la mañana temprano, el silbato de la fábrica
dejaba oír su aullido de lobo. Cuando me sentaba en
el banco de la cocina y miraba por el cristal hacia los
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tejados, veía los faroles de la puerta de la fábrica que,
abierta de par en par como la boca negra y
desdentada de una vieja mendiga, daba paso a una
compacta muchedumbre de figuras pequeñas. A la
hora de comer sonaba el mismo aullido, los negros
labios de la puerta se abrían y las oscuras fauces
volvían a escupir la masticada masa de hombres, que
el viento que barría la calle dispersaba y empujaba a
las casas. Pocas veces se veía allí el cielo azul, pues
sobre los tejados y sobre los montones de nieve
ennegrecidos por el hollín, colgaba día tras día otro
tejado gris y plano, que deprimía la imaginación y
fatigaba la vista con su desconsolado color
uniforme.
Por las noches, flotaba sobre la fábrica un
resplandor de fuego, de color rojo turbio, que
iluminaba las bocas de la chimeneas y parecía como
si éstas no subieran de la tierra al cielo, sino que
desde la roja nube de humo se hundieran en la tierra,
aullando, silbando y exhalando un aliento rojo. Era
un espectáculo fatigoso y de indecible hastío, que
inundaba el corazón de sombrío desgano.
Mi abuela hacía el trabajo de una cocinera:
guisaba, fregaba el suelo, partía leña, iba por agua,
estaba en pie desde el amanecer hasta anochecido y
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se acostaba cansada, gimiendo y graznando. A veces,
cuando terminaba de trabajar se ponía su chaquetilla
corta, enguantada, se echaba la falda a la cabeza y se
encaminaba a la ciudad.
-Voy a ver qué hace el viejo -me decía animada.
-Llévame contigo -le rogaba yo; pero ella me
contestaba:
-No, que te helarías por el camino. Mira cómo
cae Ia nieve.
Y trasponía las siete verstas que nos separaban
de la ciudad, por un camino apenas visible, entre los
nevados campos. Mi madre se quedaba, amarilla y
demacrada, esperando el alumbramiento y se
envolvía, tiritando, en un roto mantón gris con
flecos en el borde. Yo odiaba aquel mantón, que
desfiguraba su gran figura, antes tan esbelta, y
odiaba la casa en que vivíamos, la fábrica y la aldea.
Mi madre llevaba unos viejos y raídos zapatos de
fieltro, y tosía tan fuerte, que su deformado vientre
se estremecía. Sus ojos, de un azul grisáceo, tenían
un brillo seco y miraban con desaliento o se
clavaban inmóviles, como hechizados, en las peladas
paredes. Durante horas enteras permanecía junto a
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