[ Pobierz całość w formacie PDF ]

 Mejor...  opinaron los Reyes.
Entre esos pichis que se rindieron, a algunos los encontraron las patrullas y los fusilaron en el lugar,
por desertores. Los otros se han de haber muerto de frío en los campos de presos ingleses, o andarán
todavía en una barcaza rondando el polo, porque a muchos presos de aquellos días los sentaban atados
en las barcazas, les conectaban el motor y les trababan el timón apuntando al sur y los largaban así, sin
marinos ni timoneles, porque las barcazas, que como las armas de ellos tienen por reglamento un
tiempo de uso limitado, ya no les servían más. A los británicos les divertía mirar desde la playa cómo
zarpaban esas lanchas cuadradas, parecidas a barcos, llenas de presos, y se iban a toda marcha con la
bandera de ellos flameando en la popa como si fueran piratas ingleses saliendo a conquistar las últimas
postrimerías del mundo.
Mientras, la radio argentina seguía diciendo que se había ganado la guerra. Y en la británica, entre
los chamamés y zambas que pasaban, hacían la lista de entregados, que ya
124
no los contaban por nombres  también en eso se veía acercarse el final sino por número de
regimientos. Después hablaba la chilena sobre las guaguas y las pololas y cada tanto pasaban himnos
ingleses. Si el paracaidista puto y el operador de los transmisores los sentían, se acercaban a las
chimeneas de los pichis, los cantaban a la par del coro de la radio y les saltaban lágrimas de emoción, o
de contentos de ir ganando. A los pichis les enseñaron una que se pasaba mucho por la radio: "My
home is the ocean / My grave is the sea / And England shall ever/ Be Lord of the sea". Era muy fácil de
aprender a cantar pero escribirla, o entenderla, no cualquiera podía, por lo arrevesado de la fonética y
de la manera de pensar de ellos; la traducción es más o menos que ellos siempre la tienen que ganar.
Algo así.
Hijos de puta.
125
83
6
Apuntándole con un chorro de luz de las linternas, no reaccionaba. En cambio, al cigarrillo sí, de
lejos reaccionaba. Igual que a la comida: a la carne en conserva y a las salchichas reaccionaba.
Pero no reaccionaba a la luz común, ni al chocolate, ni a la voz ni al silbido. A la alarma de uno de
los relojes ingleses que Luciani le quitó al piloto herido reaccionaba: era raro. Rara.
Larga y blancuzca. Clara y resbalosa como un fideo tallarín. De chica medía cuarenta. Después
creció: mediría cincuenta o sesenta centímetros al final. La encontró el sanjuanino en un rincón de la
chimenea chica. Dijo que era una culebra y que iba a ser nada más que de él. El sanjuanino se llamaba
Torraga y era peleador. Nadie le discutió. Era de él: a nadie le importaba:
 ¡Es un gusano!  dijeron los de al lado.
 Una puta lombriz...  despreciaron otros.
Se movía lento  o lenta por arriba, pero en cuanto se metía bajo la tierra aceleraba. Rapidísima.
Tenía cabeza ancha, también chata, y a cada lado dos ojos grandes. Pero no serían ojos, porque no
reaccionaban a la luz. Serían
126
narices dobles, o antenas de carne, porque esas bolitas blanquecinas de los costados de la cabeza eran
lo que primero reaccionaba a la alarma del reloj inglés, a la lumbre del cigarrillo ya la cercanía de la
carne en conserva y a las salchichas. Era rara. O raro.
Para buscarlo, no había más que recorrer la tierra dura del piso con una brasa de cigarrillo, o un
pedazo de carne. Donde estuviera, asomaba la cabecita, hinchaba y deshinchaba las bolitas que tenía
como ojos, después sacaba un rulito de la mitad del cuerpo, y sacudiéndolo, hacía fuerza hasta sacar
para afuera todo el cuerpo a lo largo.
Comía carne. Cuanto más podrida, más parecía gustarle. Terminaba de comer, se dejaba mirar o
toquetear por el sanjuanino, y después quería volverse abajo de la tierra a hacer la digestión. Si lo
apoyaban en la tierra, después de haber comido, enseguida metía la cabeza por duro que estuviese el
suelo, y se zambullía sacudiendo la cola hasta desaparecer. Después había que buscarla, o buscarlo.
A veces, a la hora de comer, salía solo. Un día, aprovechando que el sanjuanino tuvo que ir a
cambiar cosas en Intendencia, alguien lo enroscó en un vasito de plástico, lo tapó con tierra y con
pedazos de salchicha y lo guardó entre unas bolsas de dormir, en un rincón.
 ¿No vieron al Chiqui?  preguntó el sanjuanino al volver, viendo que era la hora de la comida y ella
no aparecía. La llamaba Chiqui:
 No...  dijeron todos.
Comió ración y sopa muy triste el sanjuanino, esperando que su culebra o lombriz sacara la cabeza
de algún lado, pero no. "¿La habrá pisado alguno?", pensaría.
84 [ Pobierz całość w formacie PDF ]

  • zanotowane.pl
  • doc.pisz.pl
  • pdf.pisz.pl
  • oralb.xlx.pl