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seguir soñando.
Ese día el Mercader dio permiso al muchacho para construir la
estantería. No todos pueden ver los sueños de la misma manera.
Pasaron más de dos meses y la estantería atrajo a muchos clientes
a la tienda de los cristales. El muchacho calculó que con seis meses
más de trabajo ya podría volver a España, comprar sesenta ovejas y aun
otras sesenta más. En menos de un año habría duplicado su rebaño, y
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podría negociar con los árabes, porque ya había conseguido hablar
aquella lengua extraña. Desde aquella mañana en el mercado no había
vuelto a utilizar el Urim y el Tumim, porque Egipto pasó a ser un
sueño tan distante para él como lo era la ciudad de La Meca para el
Mercader. Sin embargo, el muchacho estaba ahora contento con su
trabajo y pensaba siempre en el momento en que desembarcaría en
Tarifa como un triunfador.
«Acuérdate de saber siempre lo que quieres», le había dicho el viejo
rey. El chico lo sabía, y trabajaba para lograrlo. Quizá su tesoro había
sido llegar a esa tierra extraña, encontrar a un ladrón y doblar el
número de su rebaño sin haber gastado siquiera un céntimo.
Estaba orgulloso de sí mismo. Había aprendido cosas importantes,
como el comercio de cristales, el lenguaje sin palabras y las señales.
Una tarde vio a un hombre en lo alto de la colina quejándose de que
era imposible encontrar un lugar decente para beber algo después de
toda la subida. El muchacho ya conocía el lenguaje de las señales, y
llamó al viejo para conversar.
-Vamos a vender té para las personas que suben la colina -le dijo.
-Ya hay muchos que venden té por aquí -replicó el Mercader.
-Podemos vender té en jarras de cristal. Así la gente degustará el té
y también querrá comprar los recipientes de cristal. Porque lo que más
seduce a los hombres es la belleza.
El mercader contempló al chico durante algún tiempo sin decir
nada. Pero aquella tarde, después de rezar sus oraciones y cerrar la
tienda, se sentó en el borde de la acera con él y lo convidó a fumar
narguile, aquella extraña pipa que usaban los árabes.
-¿Qué es lo que buscas? -preguntó el viejo Mercader de Cristales.
-Ya se lo dije. Tengo que volver a comprar las ovejas, y para eso
necesito dinero.
El viejo colocó algunas brasas nuevas en el narguile y le dio una
profunda calada.
-Hace treinta años que tengo esta tienda. Conozco el cristal bueno
y el malo y todos los detalles de su funcionamiento. Estoy acostum-
brado a su tamaño y a su movimiento. Si sirves té en los cristales, la
tienda crecerá, y entonces tendré que cambiar mi forma de vida.
-¿Y eso no es bueno?
-Estoy acostumbrado a mi vida. Antes de que llegaras, pensaba en
todo el tiempo que había perdido en el mismo lugar mientras mis
amigos cambiaban, se iban a la quiebra o progresaban. Esto me
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provocaba una inmensa tristeza. Ahora yo sé que no era exactamente
así: la tienda tiene el tamaño exacto que yo siempre quise que tuviera.
No quiero cambiar porque no sé cómo hacerlo. Ya estoy muy acos-
tumbrado a mí mismo.
El muchacho no sabía qué decir.
-Tú fuiste una bendición para mí -continuó el viejo-. Y hoy estoy
entendiendo una cosa: toda bendición no aceptada se transforma en
maldición. Yo no quiero nada más de la vida. Y tú me estás empujando
a ver riquezas y horizontes que nunca conocí. Ahora que los conozco,
y que conozco mis inmensas posibilidades, me sentiré aún peor de lo
que me sentía antes. Porque sé que puedo tenerlo todo, y no lo quiero.
«Menos mal que no le dije nada al vendedor de palomitas de maíz»,
pensó el muchacho.
Continuaron fumando el narguile durante algún tiempo, mientras
el sol se escondía. Estaban conversando en árabe, y el muchacho se
sentía muy satisfecho por haber logrado hablar el idioma. Hubo una
época en la que creyó que las ovejas podían enseñarle todo lo que hay
que saber sobre el mundo. Pero las ovejas no podían enseñar árabe.
«Debe de haber otras cosas en el mundo que las ovejas no pueden
enseñar -pensó el chico mirando al Mercader en silencio-. Porque ellas
sólo se preocupan de buscar agua y comida. Creo que no son ellas las
que enseñan: soy yo quien aprendo.»
-Maktub -dijo finalmente el Mercader.
-¿Qué significa eso?
-Tendrías que haber nacido árabe para entenderlo -repuso él-. Pero
la traducción sería algo así como «está escrito».
Y mientras apagaba las brasas del narguile, le dijo al muchacho que
podía empezar a vender el té en las jarras.
A veces es imposible detener el río de la vida.
Los hombres llegaban cansados después de subir la ladera. Y allí
encontraban una tienda de bellos cristales con refrescante té de menta.
Los hombres entraban para beber el té, que era servido en preciosas
jarras de cristal.
«A mi mujer nunca se le ocurrió esto», pensaba uno, y compraba
algunas piezas porque iba a tener visitas por la noche, y quería
impresionar a sus invitados con la riqueza de aquellas jarras. Otro
hombre afirmó que el té tiene siempre mejor sabor cuando se sirve en [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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